Dicen que el alcalde de Barranco es un déspota y que la policía a su servicio actuó como una falange fascista la noche en que intentó restablecer el orden tras los desmanes y la bullanga del carnaval.
Bueno, eso dicen algunas prensas que se autotitulan libertarias a la hora de fomentar el vocerío y la cumbiamba al aire libre.
La verdad es que caos es lo que había en Barranco aquella noche de caras pintarrajeadas para la guerra, de apaches fumados, de borrachos y borrachas bien cheleados y cheleadas, de aguateros a domicilio y de untadores de betún con sobandanga incluida.
A mí que no me vengan a decir que eso es libertad ciudadana y uso limpio de los espacios públicos.
Yo lo que vi, por la misma tele que hizo causa común con los revoltosos alcoholizados, fue una turba meneándose y haciendo un ruido espantoso y convirtiendo la calle en un espacio privatizado a la fuerza, secuestrado por la “alegría” llameante del trago, orinado a discreción.
Y si eso es libertad, pues entonces que venga el orden. Porque si aquello es libertad, prefiero la autoridad. Prefiero ser prusiano con tal de no ser un anarquista del brindis.
Lo mismo, más o menos, ha sucedido en Miraflores con un festival musical no autorizado.
Que haya grupos que crean que la calle es de ellos y que el vecindario no cuenta, es un problema. Pero que haya prensa que hable de “libertad amenazada” cuando la policía quiere recuperar el espacio público tomado, eso es algo todavía más grave.
Hay gente progre para algunas cosas y reaccionaria para los asuntos que incumben al sistema. Es progre a la hora de defender las tremolinas en distritos que no son los suyos. Es reaccionaria, por ejemplo, a la hora de defender derechos sindicales maltratados y soberanías difuntas por los TLC. Es prensa del barrio que ejerce la crítica en contra de algunas alcaldías menores. Ha renunciado a otros horizontes que no sean el ayuntamiento.
Hay también una tribu urbana que parece salida de “Somos” y que lo que intenta es convertir la ciudad en su garito, los parques públicos en sus discotecas sin boletería, los jardines municipales en sus guariques.
Son los que ensayan sus Músicas a todo volumen y linchan la paz con sus alaridos, sus aplausos, su estereofonía a la intemperie, su “medalagana” de tiro corto.
Detrás de ellos están viejas glorias del hippismo derrotado, veteranos del alcohol y de los tronchos y abuelas rockeras que aspiran a que la bulla, de algún modo, las despierte.
Y esta masa de bividíes y sobacos libertarios y mausoleos de largo aliento chupa como loca, se entusiasma, se excita y se pone en marcha. Y, claro, todo estaría bien si alquilaran un local donde desahogarse como les diera la gana y desordenarse como quisieran y multiplicarse como Dios manda.
Pero no. Eligen la calle, que debería ser de todos. Y, sin referéndum, sin consulta vecinal, sin respeto alguno, se apropian de lo público con fines de tumulto y de cebada.
Un grupo de vecinos, entonces, llama al serenazgo y la policía viene y es insultada y provocada y, luego, llegan los gases, las respuestas, los excesos, las brutalidades de la suboficialidad.
Cuando la humareda se despeja, viene después la prensa “progre” para algunas cosas y decide quién es la víctima y quién es el verdugo.
Y por supuesto que el verdugo lleva uniforme y las víctimas son la encarnación del libre albedrío interrumpido por una porra.
Por eso es que la democracia, a veces, tiene en el Perú la cara de la anarquía y la mirada maleva del desorden. Por eso es que siempre estaremos expuestos a un Fujimori cualquiera que confunda al país con un burdel, a la ciudadanía con una gran pandilla, al ejército con una banda destructora y al BCR con la caja registradora de una bodega ponja.
Porque la libertad no consiste en gritar un sábado por la noche ni en mear debajo de un árbol comunal. Esa era la libertad de John Travolta. Esa es la libertad de los esclavos.
Con información de "La Primera"
No hay comentarios:
Publicar un comentario